El ideal de la democracia directa ateniense fracasó al degenerar en populismo, demagogia e ingobernabilidad. Siglos después se reinventó en Estados Unidos como democracia representativa, “un sistema en el que más que permitir al pueblo gobernarse a sí mismo, se le concedía el poder de elegir y deponer a sus gobernantes”i. El camino desde la democracia directa hacia la representativa –un camino impuesto por la ley del tiempo y el númeroii–, nunca fue fácil ni siempre lineal o ascendenteiii.
Y ahora, entrado ya el siglo XXI, emprendemos el camino de regreso hacia Atenas, un camino igualmente difícil, si bien por motivos muy diferentes, porque “la historia no se repite, pero rima”. A lo que hoy nos enfrentamos es a una profunda crisis social (económica, institucional y de legitimación política)iv en el marco de una realidad globalv de dimensiones inéditas.
Porque si bien es verdad que existen más Estados democráticos que nunca antes en la historia de la humanidad, no es menos cierto que las muestras de descontento con el estado actual de los regímenes democráticos ha alcanzado asimismo cotas hasta ahora desconocidas.