A vueltas con la crisis

Me voy a permitir llevarle la contraria a mi maestro y amigo Felipe Gómez-Pallete: lo de la “crisis de valores” me parece otra de las máscaras, una síntesis muy completa de los cuatro ídolos Baconianos: los prejuicios de la especie (idola tribu), los culturales (idola specus), los  del lenguaje (idola fori), y los de la farsa (idola theatri) con que gustan, y gustamos, de engañarnos. Es tan viejo el recurso retórico que no es difícil encontrarlo con profusión  en los padres de la Iglesia. Lo característico de nuestro tiempo es esa contaminación de la ética y de la política por los jeribeques del lenguaje de la bolsa y del mercado que nos hacen hablar de algo que depende estrictamente, aunque no exclusivamente, de nuestra decisión como si dependiera de factores más allá de control, de algún arcano maléfico, que, de existir nos exoneraría de nuestra responsabilidad. Ya se sabe que si hay crisis no se puede hacer nada, pese a lo mucho que se esfuerzan los gobiernos.

Yo creo ser un individualista convencido, y no renuncio a pensar que nuestro destino colectivo depende de nuestras decisiones y no de ninguna extraña ecuación social. Y esto, que me parece cierto en general, me parece certísimo en España. No nos pasa nada que no deba pasarnos, visto lo que hemos hecho y consentido, y voy a ello:

Los partidos y sindicatos han ido concentrando el poder de manera cada vez más nítida y, aprovechándose de la leyenda al uso sobre la causa de la crisis de UCD, supuestamente, su desunión, su excesivo pluralismo, han fomentado un espíritu de cruzada tanto hacia adentro como hacia fuera, creando un prototipo de político que es sectario y disciplinado, que exagera los defectos ajenos e ignora los propios, porque, al final, no encuentra otra energía política que ese enfrentamiento ritual y radical, que  no por ser  artificial es menos dañino. En resumidas cuentas: no hay nada que discutir, basta con obedecer las consignas y alancear al adversario irreductible que es a lo que se reduce una cultura política extremadamente maniquea.

En este escenario, las llamadas ideologías no son las causas del enfrentamiento, sino los instrumentos del mismo al servicio del único fin, el poder por el poder. No hay nada que estudiar ni analizar, basta con repetir, a hora y a deshora, los mantras de cada bando, por absurdos que parezcan y, si hay problemas, echarle la culpa al empedrado. Como es inevitable, el proceso de participación política se invierte, y en lugar de que los de abajo, los más, elijan a los de arriba, los menos, y los cambien con frecuencia, los de arriba, que nunca cambian, eligen a los de abajo para que les obedezcan, les hagan la corte y los defiendan del enemigo malo. A cambio ofrecen sueldos, sobres y una colocación segura, cómoda y perpetua a todos los sumisos que entran en el juego y se dedican a decirnos a los demás que son nuestros representantes legítimos.

La democracia, como sistema de movilidad social, es incompatible con este esquema operativo, y lo demás viene rodado. Este drama elemental requiere un aire de misterio, una distancia, para que nadie vea el funcionamiento real del ingenio. Ocultar se convierte en sinónimo  de proteger los grandes valores que el catecismo proclama. La necesaria falta de transparencia trae consigo una posibilidad creciente de corrupción, el incremento del gasto público aumenta las oportunidades de ensombrecer y ensobrecer, y vincula a los electores no con el control sino con las promesas, lo que hace cada vez más difícil la transparencia y potencia ad nauseam  el debate maniqueo que es lo que conviene a los dos grandes fuerzas que han comprendido hace tiempo que pueden y les conviene repartirse el pastel, aunque no sea a partes estrictamente iguales. Así lo veo.

José Luis González Quirós
Filósofo y profesor de Filosofía, Universidad Rey Juan Carlos

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