Mucha gente desconoce que la palabra idiota proviene del término griego idiotes, con el que se definía en la Grecia Clásica a quien, a pesar de tener la condición de ciudadano y de reunir una serie de requisitos que le permitían participar en los asuntos públicos, eludía ejercer de forma activa la condición de político para dedicarse exclusivamente a sus asuntos privados. (Y por si no lo saben, político viene de polis, y un político no era otra cosa que un ciudadano, es decir, una persona con derechos políticos, que residía en la polis). Se podría decir, por tanto, que un idiota es el que sigue al pie de la letra el conocido consejo de Franco de hacer como él y no meterse en política. Hoy, muchos años después de la muerte del dictador, seguimos siendo un país de idiotas. Todo un logro que hay que reconocerle al caudillo, entre otros.
Una de las formas más sencillas de reconocer a un idiota es fijarse en la persona verbal que emplea a la hora de hablar de política. Para un idiota, solo existe la tercera persona, o como mucho la segunda, pero nunca la primera. Todo se reduce, casi siempre, a lamentar “lo que hacen los políticos” o a esperar, si hemos amanecido optimistas, a que “venga alguien honrado, eche a estos sinvergüenzas y lo arregle todo”. Como si el problema político fuera un problema doméstico, por ejemplo la tubería de tu casa que se ha atascado. Y es que el idiota cree que un problema político no es más que otro problema doméstico que hay que dejar en manos de profesionales. Del fontanero político de turno, que ya sabemos que suele cobrar en B.
La única manera de revertir este estado de las cosas, que ha convertido la idiotez en el sentido común en materia política, es comenzar cambiando la tercera por la primera persona. Ya es hora de que nos demos cuenta de lo que no podemos hacer “nosotros, los ciudadanos, los verdaderos políticos” y sobre todo, de lo que sí podemos hacer para “echar nosotros a estos sinvergüenzas y arreglarlo (nosotros)”.
Como me dijo hace años un veterano político, «espacio de poder que tú no ocupes, otro lo ocupará por ti». Este es el motivo de que a ciertos poderes les convenga tanto una ciudadanía idiota que no participa en ninguno de estos espacios. Por supuesto, siempre hay excusas: no se participa en los partidos, “porque todos los partidos son iguales”; tampoco en los sindicatos “porque todos los sindicatos son unos vendidos”. En el caso de los movimientos sociales, si bien resulta más complicado encontrar una excusa para el idiota, este siempre puede alegar que son todos unos “perroflautas” o incluso unos “nazis” peligrosos.
Y si bien es cierto que los espacios de participación política que hay son más que criticables en demasiadas cosas, no es menos cierto que estos defectos se deben principalmente a la poca participación ciudadana que hay en los mismos. El resultado de esta exigua participación es el escaso poder de presión de las bases sobre las cúpulas de estas organizaciones, llámense partidos o sindicatos.
Imaginemos qué pasaría si, por ejemplo, la afiliación de los trabajadores españoles a los sindicatos no fuera del 15%, sino del 80% o del 90%. Evidentemente, esas altísimas cifras responderían a la existencia de una clase trabajadora mucho más consciente y participativa, y por tanto menos idiota y alienada, de la que tenemos actualmente. Y con unas bases tan movilizadas y conscientes, poco importarían los desmanes, privilegios y corruptelas de las cúpulas sindicales, ya que el verdadero poder estaría en las bases, y no dudarían en usarlo para decapitar políticamente a quienes les representan en caso de que no cumplieran diligentemente con sus obligaciones.
Este ejemplo de los sindicatos se puede aplicar también a los partidos y a cualquier otro espacio de poder político, incluyendo a los movimientos sociales. Movimientos sociales que cuando crecen y se hacen verdaderamente populares también son capaces de influir notablemente sobre los propios gobiernos y los partidos políticos que los sustentan.
Influir sobre el poder es también el objetivo de Calidad y Cultura Democráticas, este nuevo espacio que nos plantea la creación, a través de la participación ciudadana, de un Sistema de Indicadores de Calidad (SIC) que permita a los partidos políticos emprender la senda de la mejora continua en sus actuaciones y procedimientos. Se trata de que la ciudadanía piense en qué ámbitos le gustaría que los partidos políticos fueran más transparentes, democráticos y eficientes (por ejemplo, en temas como la financiación del partido, el nivel de estudios y de idiomas de sus dirigentes, el grado de democracia interna en la toma de decisiones, etc.), para elaborar en base a esos criterios dichos indicadores de calidad, que además perseguirían una serie de objetivos mensurables cualitativa y cuantitativamente.
Poner algo así en marcha tiene la gran ventaja de que convierte a los partidos en entidades que deben esforzarse en mejorar continuamente, día a día. De este modo se supera ese flojo concepto de la democracia que defienden los que opinan que ser ciudadano consiste en participar un día con el voto, para ser idiota los restantes 364 días del año. En cambio, los indicadores de calidad se están construyendo y revisando continuamente, y según se van perfeccionando, se va perfeccionando también nuestra propia condición de ciudadanos y nuestra competencia política. Podríamos concluir, por tanto, que este proyecto es un saludable remedio contra la idiotez. Enfermedad que debemos superar cuanto antes, ya que perjudica no solo al enfermo, sino a toda la sociedad.
Daniel Jiménez
Redactor de Noticias Positivas y activista ecologista