Las tres C de la democracia

Democracia se escribe con tres C, aunque la R.A.E. las reduzca a una. La comunicación, la cultura y la ciudadanía aportan el sustrato de todo orden político. En concreto, en democracia la comunicación es libre; la cultura, abierta y la ciudadanía colabora en las tareas de gobierno. Son estas también las propiedades del “software no propietario”. Se trata de un código libre de ser copiado, modificado y distribuido por cualquiera. Además, está siempre abierto para ser mejorado; porque la democracia es siempre un punto de partida y su vigor responde a la consciencia de saberse siempre incompleta. Por último, el código democrático se desarrolla de forma permanente, mediante la colaboración de los ciudadanos y sus representantes. El contrato que estos establecen se basa en la igualdad de derechos y obligaciones para tomar parte en el gobierno de los asuntos colectivos.

La ausencia de censura previa y de monopolios de facto en el ejercicio de la libertad de expresión son requisitos insoslayables de una esfera pública democrática. La libre competencia entre individuos y colectivos hace germinar y renueva la cultura en sociedades que, por definición, son abiertas en el sentido que señalaba K. Popper. Y la colaboración entre gobernantes y gobernados reconoce a estos últimos como promotores, partícipes y decisores del rumbo de las democracias. Todo esto no son más que obviedades y que, sin embargo, requieren ser señaladas y, sobre todo, reactualizadas.

Con ese presupuesto llevamos un año impartiendo un título oficial de posgrado llamado Máster en Comunicación, Cultura y Ciudadanía Digitales. Es una joint venture entre la Universidad Rey Juan Carlos y la institución municipal madrileña de alfabetización e innovación digitales Medialab Prado. “Digital” aquí denota el código universal de nuestra era, basado en dígitos: algoritmos y combinatorias de ceros y unos. También remite a los dedos que teclean o pulsan las pantallas en las que discurren, cada vez con más frecuencia e intensidad, nuestras vidas público-privadas hasta el punto de crear ciertos espejismos.

Lo digital tiende a confundirse con lo virtual; es decir, aquello que carece de efectos reales más allá de la pantalla. La comunicación degenera entonces en comedia escénica. Porque, como señala Felipe Gómez-Pallete en su entrada de este blog, la vida política parece reducida a un desfile de máscaras. La cultura, en consecuencia, sufre la corrupción dialéctica de un código, propiedad exclusiva de unos pocos iniciados que solo hablan el lenguaje del poder. Lo emplean unos cargos representativos que apenas se dedican a la gestión clientelar de los intereses en liza y, sobre todo, a la representación escénica de todo lo contrario.

La crisis institucional que viven las democracias representativas revela, a nuestro entender (catorce profesores de siete disciplinas diferentes y el doble de especialistas que nos visitan), la necesidad de recuperar su código genético. Internet, en todo caso, no es parte del problema sino parte obligatoria de la solución, de una urgente regeneración. Y, sobre todo, nos inspira la internet que nació y aún comparte (aunque amenazados) los rasgos del software no propietario. No se trata de una opción ideológica sino práctica. Nos inspira el volumen de negocio que el software libre genera en grandes corporaciones como la IBM: 2000 millones de dólares por instalar y gestionar Linux, frente a 800 por patentes en el año 2003. Ese año, también el New York Times recabó apenas el 6% de sus ingresos por sindicación y copyright. Por si faltasen argumentos, durante el año 2012, uno de cada cuatro sitios de descarga empleados por los internautas distribuían software libre.

Hemos intentado hacer lo mismo en el ámbito educativo, intuyendo que los rasgos señalados son los más pertinentes para una remodelación institucional que haga frente a los retos de las democracias del siglo XXI.

La pedagogía que impartimos es libre de ser copiada, alterada y difundida sin más cortapisas que la voluntad de quien nos atiende. Somos el único programa oficial de posgrado que lo hace así. No solo en España, sino en todo el mundo. Es una forma de “hacer patria” sin “marca”, creemos que acorde con los tiempos que corren. Todos nuestros seminarios son abiertos al público en el auditorio del MediaLab Prado de Madrid y se difunden en Internet por streaming. Porque consideramos la comunicación como un bien común en estado puro: toma parte en ella todo aquel que ha querido, en virtud de sus intereses, capacidades y competencias.

También todos nuestros contenidos y materiales son, por definición, abiertos. Los profesores compartimos el mismo tiempo de docencia que los muchos invitados, expertos y analistas que nos visitan. Como si desarrollásemos código informático abierto, solo cobramos por aplicarlos a proyectos concretos, con los cuales seleccionamos y calificamos a los alumnos. Entendemos la docencia como prestación de un servicio; por si no quedase claro, servicio público ofrecido por una universidad y un organismo municipal que nos conecta con públicos más amplios que el académico.

Por último el CCCD es, ante todo, una escuela de prácticas colaborativas. Los proyectos que “amadrinamos” (los tutorizamos desde el principio e incluso los becamos con parte de nuestros ingresos como docentes) pueden ser teóricos o prácticos. Nos importa tanto el conocimiento abstracto como el aplicado, porque si no van ligados en una relación dialéctica constante pierden toda relevancia en tiempos de mudanza constante y radical. Esos proyectos se desarrollan en colaboración con los otros profesores, invitados y alumnos. Su contribución a debates y proyectos ajenos forma parte sustancial de la nota final de este posgrado. Queremos, en definitiva, constituirnos en una red de redes en constante evolución. Nuestro objetivo reside en formar perfiles profesionales y académicos polivalentes, capaces de generar y desenvolverse en contextos colaborativos marcados por la excelencia.

Conste, una vez más, que no hacemos esto por proselitismo hácker o creyéndonos una vanguardia académica. Ha sido la forma de reinventar una plataforma pedagógica, pero que también sirviese a la investigación y para la intervención social. Nos mueve la degradación que a nuestro entender experimentan las instituciones educativas, tanto públicas como privadas. Y que creemos que afecta a todo el orden institucional. De ahí nuestro deseo de hibridar saberes y prácticas con otras organizaciones e iniciativas.

Nuestro logo es un ratón (ofimático) mutante. Se trata de una especie desconocida, incluso para nosotros. Sometido a cambios constantes, el CCCD se ofrece como cooperador simbiótico con otros organismos cívicos que, estamos seguros, están por surgir. La Asociación por la Calidad y la Cultura Democráticas es uno de ellos, uno de nuestra especie.

Hemos tenido que crear un ecosistema propio para sobrevivir. Algo imprescindible en tiempos de crisis sistémica. Una nueva institucionalidad está siendo alumbrada en todos los órdenes. Y esa re-Ilustración necesita muchas otras versiones renovadas de las Sociedades de Amigos del País: filantropía volcada en el bien común. Redes de afectos, de gente “afectada” por lo que ocurre en su entorno y que se mancomuna en defensa de sus intereses, personales y colectivos. Federando espacios de interacción y competencias se irá tejiendo el nuevo entramado institucional. Nuestra apuesta es que será libre, abierto y colaborativo o no será democrático.

Victor Sampedro
Catedrático de Opinión Pública y Comunicación Política, Universidad Rey Juan Carlos
Director del Máster en Comunicación, Cultura y Ciudadanía Digitales

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